(Joan Isaac 30-11-2017)
viernes, 1 de diciembre de 2017
LETARGO INVERNAL
Todos los que me escucháis o me leéis
sabéis de la gran importancia que tiene para mí el mar. Sus innombrables
azules, su rumor, su olor, su sabor…, toda la magia cautivadora del mar está
presente en muchas de mis canciones y en mis poemas. Desde siempre. El mar lo
descubrí de bien pequeño, cuando con una moto ISO primero y con un Seat 600 más
adelante, mi padre y mi madre me llevaban a los “baños” de Castelldefels.
Curiosamente, no decían playa. Íbamos cargados con sillas de lona verde, mesas
plegables de aluminio ligero, una sombrilla y cámaras de neumáticos de camión
que utilizábamos como flotadores. Era el atrezo imprescindible en aquel espacio
de arena dorada y mar infinito que llenaba mis ojos infantiles. Solíamos ir muy
temprano, de buena mañana, para poder encontrar sitio lo más cerca posible del
agua. Nos pasábamos allí todo el día, almorzábamos con los pies en la arena y
mi padre hacía una siesta larguísima, mientras mi madre vigilaba cuando me
bañaba y cuando, con unas gafas que a menudo se empañaban y un tubo para
respirar, me sumergía para descubrir, fascinado, la vida que se escondía bajo
el agua. Era verano y la vida era luminosa. Más tarde, ya de adolescente,
descubrí la mediterraneidad como concepto vital. “De Algeciras a Estambul para
que pintes de azul sus largas noches de invierno…” decía el poeta en una
maravillosa canción que describe magistralmente este concepto de
mediterraneidad del cual os quiero hablar. Luis Rancionero, en su magnífico
ensayo “El mediterráneo y los bárbaros del norte”, explicaba que según la
latitud donde vivimos, la incidencia e inclinación solar afecta directamente al
comportamiento humano. Los países nórdicos suelen tener sociedades imbuidas por
la tristeza, con altas tasas de suicidios y alcoholismo. Incluso la literatura,
y el arte en general, de esas culturas nórdicas rezuman tristeza y melancolía.
Bergman o Kafka son buenos ejemplos de ello, en contraposición a Vivaldi,
Leopardi o Kavafis. Digo esto porque en el invierno los pueblos costeros mediterráneos
se transforman, se deconstruyen, y es como si por un fenómeno extraño se
trasladasen a latitudes desconocidas. Sin la luminosidad estival, parecen
lugares fantasmas e inhóspitos, a pesar de que las calles y las plazas sean las
mismas. Cadaqués, El Port de la Selva, Sant Salvador, entre tantos otros
pueblos, conservan sin duda su belleza, pero inmersos en ese letargo invernal
no son los mismos. Les falta ese latido solar que los hace reconocibles y
amables. Cuando paseamos por sus calles en invierno nos convertimos
transitoriamente en personajes de un decorado de película, congelado e invadido
por la tristeza más devastadora. No tengo nada personal contra el invierno,
pero por favor, que llegue ya la primavera, para confundirme con la luz de mi
mar de la infancia, como cuando iba a los “baños” con mis padres. Son las seis
de la tarde y ya está oscuro. ¡Qué tristeza!
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