viernes, 1 de diciembre de 2017

LETARGO INVERNAL

Todos los que me escucháis o me leéis sabéis de la gran importancia que tiene para mí el mar. Sus innombrables azules, su rumor, su olor, su sabor…, toda la magia cautivadora del mar está presente en muchas de mis canciones y en mis poemas. Desde siempre. El mar lo descubrí de bien pequeño, cuando con una moto ISO primero y con un Seat 600 más adelante, mi padre y mi madre me llevaban a los “baños” de Castelldefels. Curiosamente, no decían playa. Íbamos cargados con sillas de lona verde, mesas plegables de aluminio ligero, una sombrilla y cámaras de neumáticos de camión que utilizábamos como flotadores. Era el atrezo imprescindible en aquel espacio de arena dorada y mar infinito que llenaba mis ojos infantiles. Solíamos ir muy temprano, de buena mañana, para poder encontrar sitio lo más cerca posible del agua. Nos pasábamos allí todo el día, almorzábamos con los pies en la arena y mi padre hacía una siesta larguísima, mientras mi madre vigilaba cuando me bañaba y cuando, con unas gafas que a menudo se empañaban y un tubo para respirar, me sumergía para descubrir, fascinado, la vida que se escondía bajo el agua. Era verano y la vida era luminosa. Más tarde, ya de adolescente, descubrí la mediterraneidad como concepto vital. “De Algeciras a Estambul para que pintes de azul sus largas noches de invierno…” decía el poeta en una maravillosa canción que describe magistralmente este concepto de mediterraneidad del cual os quiero hablar. Luis Rancionero, en su magnífico ensayo “El mediterráneo y los bárbaros del norte”, explicaba que según la latitud donde vivimos, la incidencia e inclinación solar afecta directamente al comportamiento humano. Los países nórdicos suelen tener sociedades imbuidas por la tristeza, con altas tasas de suicidios y alcoholismo. Incluso la literatura, y el arte en general, de esas culturas nórdicas rezuman tristeza y melancolía. Bergman o Kafka son buenos ejemplos de ello, en contraposición a Vivaldi, Leopardi o Kavafis. Digo esto porque en el invierno los pueblos costeros mediterráneos se transforman, se deconstruyen, y es como si por un fenómeno extraño se trasladasen a latitudes desconocidas. Sin la luminosidad estival, parecen lugares fantasmas e inhóspitos, a pesar de que las calles y las plazas sean las mismas. Cadaqués, El Port de la Selva, Sant Salvador, entre tantos otros pueblos, conservan sin duda su belleza, pero inmersos en ese letargo invernal no son los mismos. Les falta ese latido solar que los hace reconocibles y amables. Cuando paseamos por sus calles en invierno nos convertimos transitoriamente en personajes de un decorado de película, congelado e invadido por la tristeza más devastadora. No tengo nada personal contra el invierno, pero por favor, que llegue ya la primavera, para confundirme con la luz de mi mar de la infancia, como cuando iba a los “baños” con mis padres. Son las seis de la tarde y ya está oscuro. ¡Qué tristeza!

(Joan Isaac 30-11-2017)

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