domingo, 19 de noviembre de 2017

MIL DOSCIENTOS SEGUNDOS DE TERNURA

Lucía un sol espléndido en Madrid el pasado lunes. Hacía frio, pero aquel frio seco, a diferencia del nuestro, no atraviesa los huesos. Madrid es una ciudad que me gusta: cuidada, limpia y llena de parques y jardines agradables de pasear. Pero no hablaré de la ciudad, que no puede disimular ínfulas de capitalidad y cierto provincialismo acogedor y paternal. Hablaré de un amigo en dificultades que fui a ver después de mucho tiempo. No iba solo, un amigo del alma me acompañaba. Caminábamos entre nerviosos y emocionados por una calle larguísima de arquitectura amable con balcones repletos de banderas españolas, de demasiadas banderas españolas, como una catarsis de imparable orgullo patriótico. Este paisaje hostil no nos distrajo lo más mínimo, ya que nuestra única obsesión era llegar a casa de nuestro amigo. Teníamos noticias contradictorias sobre su estado actual y, por tanto, desconocíamos con quién nos encontraríamos. Él ha sido una referencia vital inmensa para nosotros, y la duda sobre como lo encontraríamos nos corroía el estómago. Finalmente llegamos a su casa, una casa de planta baja bonita en un barrio sorprendentemente hecho a la medida humana en medio de la gran ciudad. Contuvimos la respiración durante unos instantes después de llamar al timbre, pero en seguida nos abrió su compañera, Maritxu, una ecuatoriana que, a pesar de la edad, conserva una belleza salvaje extraordinaria, una mujer valiente y frágil a la vez que nos abrazó largamente a los dos. Él estaba descansando. Lo esperamos tomando un café en la cocina, donde escuchamos emocionados, y entre alguna lágrima furtiva, el relato de Maritxu sobre la pesadilla que estaba pasando en aquella geografía del dolor. Me impresionó mucho cuando contaba que él siempre había sido el centro de su vida, que nada existía más allá de él, y nada existía sin él. Un reloj de pared marcaba las seis de la tarde y su compañera fue a despertarle de su siesta reparadora. Mi amigo y yo pasamos a un pequeño salón decorado deliciosamente. En cada rincón se respira belleza en aquella casa, y él está presente en todo: libros de poemas, dibujos, cuadros, esculturas…Un ligero rumor en la escalera anunciaba que bajaba de su habitación. Y allá, en el primer descansillo de la escalera, apareció su figura. Estaba allí: el amigo, el príncipe de la belleza, el pescador de utopías y sueños. Ayudado por su hija, bajaba los peldaños de la escalera con dificultad, y de pronto giró sus ojos y nos vio. Nunca olvidaré la sonrisa que se le dibujó en la cara cuando nos reconoció y nos dijo nuestros nombres. La emoción atravesaba el aire como una espada. Repetía una y otra vez, en catalán: “Moltes gràcies, moltes gràcies…” Y abrazamos a nuestro hermano entre lágrimas contenidas. Ya no es el mismo, quizá nunca lo volverá a ser, pero no podéis imaginar la felicidad de verle sonreír y hacer el esfuerzo para hablar y comunicarse con nosotros desde su mundo paralelo. Estaba guapo, impecablemente peinado y pulcro, sus dedos largos y huesudos como un personaje de una pintura de El Greco. La dignidad hecha persona, la belleza renacentista, la ternura infinita. Nos escrutaba con la mirada constantemente, como si quisiera decirnos millones de cosas y nosotros éramos testigos de aquella pequeña lágrima que caía de sus ojos que imploraba caricias y ternura. Sólo veinte minutos duró nuestro encuentro. Él, que buscaba dos o tres segundos de ternura en una canción, nos regaló mil doscientos, los mil doscientos segundos de ternura más intensos de nuestras vidas. “Moltes gràcies, moltes gràcies…” repitió en la despedida. Volviendo a casa, a 300 km por hora en un tren de noche, mi amigo y yo casi no hablamos. Él llenaba nuestro pensamiento, mientras pasaban a toda velocidad luces detrás de las ventanillas del vagón del silencio.

(Joan Isaac, 19-11-2017)

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