He
de admitir que de unos años acá he perdido el interés por viajar. Durante
muchos años de mi vida, viajar ha sido uno de los placeres que más satisfacción
me daba. He pisado países de todos los continentes, salvo Oceanía. Viajar
significaba para mí perder las referencias de mi realidad cotidiana, de mi
paisaje y de mi círculo humano. Recuerdo la intensísima emoción que me producía
descubrir nuevos paisajes y fisonomías diferentes, escuchar músicas
desconocidas y disfrutar de sabores y olores insospechados. Sentir la
musicalidad de otras lenguas y su entonación exótica e intentar comprender cómo
otras culturas afrontaban los grandes misterios de la vida y la muerte. Quizá
viajaba para responderme a mí mismo preguntas sobre la existencia misma,
buscando soluciones a mis dudas más antiguas que no tenían respuestas en mi
hábitat cotidiano. El mundo actual tiende a la uniformidad más aburrida. Esta
globalización que nos viene impuesta provoca inexorablemente la pérdida de la
identidad de los pueblos y las culturas, y lleva tristemente a una pobreza
cultural preocupante. Seguramente el último vestigio no contaminado debe
encontrarse en algunas tribus aisladas del Amazonas que viven en un mundo paralelo,
ajenas a nuestros parámetros económicos y sociales. ¿De qué sirve viajar si ya
desde el inicio te hacen sentir como un delincuente en los controles, cada vez
más surrealistas, de los aeropuertos de todo el mundo? ¿De qué sirve hacer
miles de kilómetros para encontrar las mismas tiendas de ropa que tienes al
lado de casa? ¿De qué sirve viajar para encontrarte las mismas cadenas de
restaurantes y escuchar la misma música que escuchas habitualmente? El otro
día, sin ir más lejos, rebuscando en mi ordenador, descubrí una orquesta
balinesa tocando “Despacito” con sus instrumentos autóctonos y bellísimos.
Siempre me ha molestado mucho esa frase de la gente que vuelve de la India, o
de algún país africano, y dice: “Es muy bonito pero hay mucha miseria”. ¿Qué
busca esa gente en el viaje? Decididamente, prefiero perderme en alguna
librería especializada y devorar guías de viaje, e imaginarme alguna cultura
aún no contaminada. Y viajar mentalmente, que es mucho más económico y
enriquecedor. Qué queréis que os diga, no me apetece degustar un pan con tomate
(seguramente perfectamente preparado) en el centro de Manhattan y contar la
experiencia.
(Joan
Isaac, Julio 2017)
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