Detesto
esa corriente higienista hipócrita que nos invade. Fotografías estremecedoras
en los paquetes de tabaco nos advierten de sus peligros y su toxicidad, y
continuamente nos acosan los avisos sobre los riesgos del alcohol o del sexo.
Esos pequeños placeres que desde siempre nos han ayudado a hacer la vida un
poco más soportable, de golpe se han convertido en casi una sentencia de
muerte. Es indudable que el consumo excesivo de estos pequeños regalos de la
naturaleza puede llegar a ser peligroso para nuestra salud, pero aún son más
peligrosos los humanos que advierten de su toxicidad y a la vez se aprovechan y
lucran de su consumo con una hipocresía sin límites. Yo desde hace tiempo
intento huir de la toxicidad humana. No me gusta la gente tóxica, la gente que
da mal rollo, la gente que intriga, la que provoca enfrentamientos y violencia.
No tengo escrúpulos a la hora de echarlos de mi vida. Cuando era más joven, un
cierto sentido de la culpa o una vergüenza mal entendida me llevaba a ser más
tolerante que ahora. Ahora apenas lo soy. Me gusta la buena gente, la que
enriquece mi vida, y soy cada vez más selectivo y exigente con el paisaje
humado del que quiero envolverme. Sólo hay que leer el diario o ver la
televisión para darse cuenta hasta dónde puede llevar la toxicidad humana. Yo
por si acaso paso la hoja o apago el aparato antes de intoxicarme demasiado. La
vida saludable no consiste en calzarnos unas bambas de buena mañana y ponernos
a correr como poseídos, respirando el aire contaminado de las grandes ciudades.
La vida saludable consiste en leer, escuchar música y practicar el arte de la conversación.
Consiste en rodearse de buena gente, de buenos amigos, de sonrisas y abrazos
sinceros. Yo continuaré disfrutando de esos pequeños placeres que me da la vida
sin leer las advertencias catastrofistas, y que sea lo que Dios quiera.
Prefiero esta toxicidad.
(Joan
Isaac, Julio 2017)
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