Admiro
la paciencia y la meticulosidad de los pescadores de playa. Llegan cuando los
atardeceres se apropian del mundo. A esas horas el mar se calma y el cielo se
colorea como por hechizo. Parece que el mar los espere para conversar con ellos
en silencio. Plantan sus cañas en la arena, aún caliente, a ras de las últimas
olas que llegan exhaustas a la playa. Preparan los aparejos delicadamente,
saben que la precisión es un secreto importante para engañar a algún pez
hambriento y perdido. Extraen de sus cajitas los anzuelos traidores donde
pondrán los cebos más atrayentes. Juegan con el engaño. Saben perfectamente los
gustos más sibaritas de cada especie. En un ejercicio armónico arquean
acompasadamente su cuerpo para lanzar a la distancia justa sus cañas sutiles y
resistentes. El ruido delicado y penetrante del hilo de pescar liberado del
carrete es el inicio de la espera, de una larga e incierta espera. Se sientan
en sillas de playa y esperan aquella vibración imperceptible que sólo ellos
saben distinguir de las otras allí donde acaba la caña y comienza el hilo. Los
pescadores de playa están frente al mar y se pasan las horas mirando el cielo.
Siempre miran el cielo.
(Joan
Isaac, Mayo 2017)
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