El
nexo más fuerte que me unió a mi padre fue, sin duda, el fútbol. Todos
guardamos en la memoria imágenes de pequeños que se han quedado para siempre
dentro de nosotros. Aunque lejanas, no son imágenes brumosas, sino bien claras
y diáfanas, como si fueran recientes. Recuerdo perfectamente el día que mi
padre me llevó a la inauguración del Camp Nou. Me llevaba a hombros y me
sujetaba por las rodillas para que no cayera. Con mis pantalones cortos, yo
veía el mundo como desde una atalaya, y me sentía el niño más feliz del mundo.
Una riada de gente llenaba la avenida que unía la Diagonal con el Gol Norte del
estadio. Una emoción inmensa me invadió al ver el campo, de un verde
esplendoroso. Todo me parecía gigantesco e inalcanzable. Miles de palomas
sobrevolaban el estadio, mientras se escuchaban las voces altisonantes de
hombres con americanas blancas y cestos de paja que gritaban: “Al rico chupón
caramelo...”, “Al rico frigolín helado...” Aquellos caramelos eran cilindros de
colores. Cada color indicaba un gusto. Recuerdo que duraban todo el partido,
eran deliciosos como la vida en aquellos instantes. Mi padre era un hombre
serio, no acostumbraba a exteriorizar sus sentimientos, ni los buenos ni los
malos. No era un hombre cariñoso, le costaba abrazar y besar. A mí sólo me
abrazaba y me besaba en el campo del Barça. Eran unos abrazos intensos y unos
besos ruidosos. Mi padre ya no está, pero recuerdo el último abrazo y me
resuena todavía un “¡Gooool!” larguísimo que le salió del corazón. No sé contra
quién jugábamos, padre, pero lo que sí sé es que nunca más nadie me ha abrazado
como tú lo hacías...
(Joan
Isaac, Mayo 2017)
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