He
visto cien veces la escena. Meryl Streep invita a Clint Eastwood a tomar una
taza de café en el porche de su casa, muy cerca de los puentes de Madison. Su
mirada torturada por el dolor de la duda y de la culpabilidad. Al final sucumbe
a la seducción del amor imprevisto y se deja llevar por la pasión desatada. La
fidelidad impuesta por esta sociedad hipócrita y cristiana no es nada más que
una trampa diabólicamente diseñada para culpabilizar el amor sin barreras. ¿Qué
Dios puede condenar el amor que él mismo propone en los evangelios? ¿Qué Dios
puede condenar a los infieles que se aman y los besos más dulces de los amantes
furtivos? Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra, y quien diga:
“A mí no me puede pasar”, que lo diga con la boca pequeña.
(Joan
Isaac, Mayo 2017)
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