Siempre
me han producido una extraña mezcla de ternura y tristeza esos hombres y esas
mujeres que hablan solos por las calles de las ciudades o sentados en los
bancos de los parques. Establecen conversaciones con interlocutores imaginarios
y discuten, gritan, ríen o lloran con la mirada perdida, sin que nada ni nadie
de alrededor les importe. He visto gente que cambia de acera para no encontrarlos
cara a cara. Diría que son seres humanos marginados y descastados, con vidas
seguramente difíciles que los han llevado a los limbos de la locura.
Nadie
se atreve a calificar de locos, sin embargo, a aquellos que, generalmente bien
vestidos, hablan, ríen, y gritan también por la calle, sin pudor ni vergüenza,
con el móvil enganchado en la oreja. Tampoco ellos tienen ninguna vergüenza de
hacerlo. Podemos saber de ellos el último negocio que han cerrado o la
conversación más comprometedora con alguna amante furtiva. Parece que tengan la
necesidad de compartir vanidosamente su intimidad con la gente que los rodea.
Globalizan su intimidad, sus sueños y sus miserias. Antes nos llegaban cartas,
y la emoción era inmensa cuando las abríamos porque contenían un universo
secreto, discreto, personal e intransferible. La intimidad era entonces un
tesoro, ahora es sólo un recuerdo de un pasado analógico.
(Joan
Isaac, Junio 2017)
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