Lyon
es una ciudad del sudeste de Francia, de bulevares amplios y parques
magníficos, y con una cierta luminosidad mediterránea. La proximidad de los
Alpes le confiere un clima frio en el invierno y caluroso y bochornoso en el
verano. Dos ríos de dimensiones casi marinas, amplísimos y caudalosos, el Rhône
y el Saône, confluyen en el centro de la ciudad, por donde se deslizan
perezosamente para entregar sus aguas al mar Mediterráneo. Las ciudades con
ríos siempre me han producido una fascinación especial, sobre todo sus puentes
de arquitectura diversa. A menudo cuando los atraviesas pasas de un mundo a
otro: cambia la gente y el paisaje. En las orillas de estos ríos, perfectamente
alineadas, reposan grandes barcazas, testigo todavía vivo del transporte
fluvial de mercancías. Hoy se han convertido en bares y restaurantes deliciosos
que invitan a abstraerse toda una tarde y dejarse despeinar por una brisa leve
y agradable. Mi hija vive y trabaja en Lyon. Es un ejemplo claro de una
generación muy preparada que ha tenido que marcharse para ganarse su futuro
personal y laboral. Acaba de mudarse, para vivir sola, a un pequeño apartamento
de 32 metros cuadrados situado en una especie de ensanche donde abundan los
bares de estética parisina, con terrazas con pequeñas mesas redondas y sillas
de rejilla trenzada y toldos rojos con letras doradas. Ha conseguido finalmente
su plena independencia, su espacio propio, y su universo personal. Es feliz de
ser finalmente ella y su circunstancia. En sus 32 metros cuadrados de
independencia declarada unilateralmente, sin tener que pactar con nadie ni
negociar nada. Ha votado en un referéndum vinculante con ella misma y ha ganado
por amplia mayoría. El mismo referéndum que gané yo a los diecinueve años
cuando firmé mi primer contrato de alquiler de un pequeñísimo apartamento en el
barrio de Sarriá de Barcelona. El mundo era mío y yo llevaba las riendas de mi
vida finalmente, como ahora ella lleva las de la suya. ¡IN, INDE, INDEPENDENCIA!
(Joan
Isaac, Julio 2017)
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