San
Domenico es un pequeño pueblo fronterizo entre Italia y Suiza, un pueblecito de
una belleza magnífica entre cimas altísimas y valles suaves. Su gente es gente
humilde que trabaja en el campo y en la ganadería, de rostros endurecidos por
el frío y el viento helado de los Alpes. Como todo pueblo fronterizo, una
cierta tristeza y melancolía invade sus calles y sus plazas. La iglesia se
recorta como una aguja larguísima y gris entre el verde profundo de los prados
y la luz violeta de unos atardeceres que descienden lentamente hacia la noche
más oscura.
San
Domenico no tendría nada de especial ni remarcable si no fuera porque es un
nudo ferroviario importante entre dos países. Su estación es pequeña, pero
conserva una deliciosa belleza llena de flores y bancos de madera dónde los
viajeros esperan pacientemente trenes que van y vienen inexorablemente hacia el
Norte de Europa, un viejo reloj preside un andén de piedra gris y desgastada
por el tiempo y el paso de la gente que espera, sube y baja de los trenes con maletas
llenas de sueños.
Son
las once de la noche, y al fondo del andén en un banco está sentada una joven
de piel morena y cabello corto, lleva una falda amplia, sandalias de piel roja
y una blusa blanca que deja entrever un escote discreto y sugerente. Lee
tranquilamente un libro y de vez en cuando mira su reloj esperando su tren, un
tren de medianoche que pasa cada noche del mundo. Puntualmente llega su tren y
entre gritos metálicos se detiene en San Domenico.
Se
levanta del banco y se dispone a subir. Lleva una maleta de cuero que por su
aspecto parece que la ha acompañado desde siempre. La joven busca su
compartimento y después de unos minutos encuentra su asiento. El compartimento
es de cuatro plazas, y los asientos son de terciopelo verde un poco envejecido
que le da un cierto aspecto romántico de tren de época. Amablemente un joven
que está en el compartimento le ayuda a colocar la maleta en el estante
superior, la joven le da las gracias y se relaja sabiendo que le espera un largo
viaje. Por la ventanilla las luces de la noche pasan rápidamente y la joven,
con la mirada perdida, mira curiosa la noche.
Su
compañero de viaje se sienta justo enfrente de ella y después de una hora,
aproximadamente, decide romper el hielo del silencio y le pregunta hacia dónde
va. La joven no tiene ganas de hablar pero le contesta que no tiene ningún
destino determinado, cada verano decide hacer un viaje sin saber dónde se
detendrá, y le dice que el sólo placer por lo desconocido la atrae inmensamente.
Él le cuenta que trabaja en una empresa que tiene la sede en Suiza y que cada
quince días viaja a Zúrich para una reunión de trabajo, y que le gusta viajar
en tren más que en avión pues cree que se disfruta más del viaje. Lo que había
comenzado como una conversación banal se convierte de repente en una larga
noche de complicidades y risas. El sueño poco a poco va apoderándose de ambos y
él le ofrece su espalda para que pueda reposar la cabeza y descansar mejor,
ella duda, pero le agradece el detalle y acepta. Se duermen los dos. Antes de
dormirse un extraño cruce de miradas ha llenado de dulzor el silencio de la
noche. A las 4:30 de la madrugada, el tren se detiene en Zúrich Central, el
joven se levanta pero decide no bajar. Dice una vieja leyenda que ninguno de
los dos ha bajado del tren y siguen viajando juntos veinticinco años después.
(Joan
Isaac, 2007)
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